Por Miguel Alejandro Rivera
— ¡¿Hay alguien ahí?!… ¡¿Hay
alguien ahí?!… ¡Eh, silencio todos para poder escuchar!… ¡¿Si no puedes gritar
por favor pega?!…— dice alguien ante un agujero entre los escombros en las
calles de Bolívar y Chimalpopoca, en la zona Centro de la Ciudad… “Pum”.
— Oye, se siente que pegan, sí se
siente que pegan, esta columna vibra, mira siente…
— ¡¿Cuántas personas hay ahí,
pega las veces de personas que haya?!… … …— Pum, pum. —¡Hay dos… guarda la
calma, respira tranquilo, te vamos a sacar!…
El pasado martes 19 de
septiembre, fecha incómoda para los mexicanos, un sismo de 7.1 grados Richter
sacudió la Ciudad de México y los estados de Morelos, Puebla, Oaxaca, Chiapas y
Guerrero; sin embargo, esta vez, a diferencia del terremoto del 7 de
septiembre, la capital del país fue la más afectada, como aquel 19 de
septiembre pero de 1985.
Han pasado 32 años pero el
recuerdo sigue ahí, intacto; por eso cuando por la radio, en las redes sociales
de internet o en la televisión la gente se entera de que los edificios caen uno
tras otro en la Ciudad de México, renacen las ganas, esa necesidad de correr y
levantar los escombros con la esperanza de salvar a aquellos que no pudieron
escapar.
Las zonas de desastre son
impresionantes: piedra sobre piedra, sobre madera sobre basura, sobre telas,
sobre más piedra y la gente que está cerca de los escombros se mira pequeñita;
entonces uno piensa: “Carajo, ¿cuánto hay que quitar para llegar a una persona
atrapada si los escombros son enormes?”.
Por eso todos saben que no hay
tiempo que perder y a golpear las rocas, a picar piedra, levantar cascajo,
luchar contra los escombros que se han convertido en el mayor enemigo de
aquellos que corrieron pero no llegaron a la puerta; entonces uno vuelve a
pensar: “¿Qué necesidad de vivir en edificios tan grandes, del culto a las
ciudades, de apelmazarnos tanto en algunos lugares que tenemos que construir
hacia arriba?, ¿Por qué hemos caído en la trampa de los edificios enormes que
nos resguardan del viento, de la lluvia, atemperados con aire acondicionado
para salvarnos del calor; construcciones monumentales que el día en que la
tierra quiso acomodarse se convirtieron en la prisión de cientos de personas?”.
Golpe, tras golpe, tras golpe,
tras golpe y nada: puros hoyos, puro polvo, puro cascajo y los voluntarios,
rescatistas, paramédicos, junto con el Ejército, la Marina, la policía local y
protección civil saben que se vienen días largos, pesados. Golpe, tras golpe,
tras golpe y por fin se escuchan voces de entre los escombros, y los cientos de
personas en la zona de desastre se encienden, y todos pegan con toda la energía
recobrada por el hallazgo de vida, la adrenalina sube y los brazos adquieren
poder: pum, pum, pum… “¡Rápido, una camilla!”… Y sale un sobreviviente, el
júbilo es indescriptible: “¡Sí se puede, sí se puede!” gritan cientos de voces
por un instante y paran, porque otra vez, hay que pegar de nuevo, hay que rascar
de nuevo, vamos por otra vida.
Las manos duelen, los hombros
apenas levantan el cascajo, las piernas flaquean, los ojos lloran, no por la
tristeza, sino por el polvo que es insoportable: no es momento para dejarse
llevar por el desánimo, ahora no, es tiempo de entender que si no eres médico,
arquitecto o rescatista profesional, te has convertido en una máquina de carga;
lo que en este momento sirve es tu fuerza, tu ingenio, tu capacidad física,
nada más.
No falta a quien se le ocurre
tomar fotografías, video, hasta una selfie justo en la zona de desastre, y
claro, la gente se enoja, porque no es un lugar turístico, porque hay gente
metiéndose en los escombros, arriesgando la vida para salvar otra que lleva
horas extinguiéndose en la oscuridad de las ruinas. No es tiempo para el morbo,
no hay cabida para el protagonismo; hoy incluso los periodistas, los
fotógrafos, deben entender que su fuente es alguien que se tambalea entre la
vida y la muerte y que si no levantan una piedra para rescatarlo, entonces su
presencia ahí es inútil.
Entrar a los escombros es como
entrar al averno y nadie que se asome a esa oscuridad sale ileso, porque ahora
cada que cierras los ojos miras todo otra vez: las piedras apiladas sin regalar
una salida, los golpes de la gente atrapada que anhela ver la luz una vez más,
los cuerpos que salieron de ahí cubiertos por una sábana blanca porque no
lograron resistir… Y sueñas con terremotos, y de pronto te mareas y sientes que
tiembla de nuevo, y el corazón se destruye cuando sabes que hay personas que
llevan horas en la penumbra, angustiadas, sedientas, pensando en que están a
punto de morir. ¿Cómo vivir en paz cuando la tragedia del Otro ya penetró tan
adentro, cómo seguir viviendo con esa marca en el espíritu?
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