Por: Miguel Alejandro Rivera
No importaba qué bebieran o a dónde fueran, lo importante era su mutua presencia.
Acompañados por un café capitalista ella ríe de los afables esfuerzos que él hace para mantenerla entretenida. "Si me perdiera en el desierto me gustaría tener una bufanda, sirven para todo" dice él, mientras ella sonríe complacida.
No importaba qué bebieran o a dónde fueran, lo importante era su mutua presencia.
Acompañados por un café capitalista ella ríe de los afables esfuerzos que él hace para mantenerla entretenida. "Si me perdiera en el desierto me gustaría tener una bufanda, sirven para todo" dice él, mientras ella sonríe complacida.
Sin avisar un
silencio invade la charla. Es un momento especial, decisivo e incluso
conmovedor, porque hasta el extraño que los mira desde otra mesa se ha dado cuenta de que es un silencio agradable, sugerente, para
nada incómodo; un silencio que invita a la reflexión milimétrica de unos
segundos. "¿A que sabrán sus labios, qué pensará de mí, la estará pasando
bien, será bueno seguir este juego?". Por miedo, pena o precaución alguno
de ellos rompe el momento y habla, dejando esas preguntas sin respuestas, sin
la oportunidad de sentirse afortunados porque han tenido que pasar millones de
casualidades a lo largo de la historia para que en ese preciso momento se
encuentren ahí, juntos, compartiendo más que un café capitalista.
De pronto se
levantan, es hora de irse. Seguramente cada uno se ha adelantado y ha imaginado
lo que pasará con su historia, quizá con éxito, quizá equivocándose, pero ahí, donde ellos apenas logran ver más allá de
las narices del otro, un extraño que no debería meterse en sus vidas se imagina
mil historias sobre ellos, sobre él, sobre todos, porque la evolución en la
vida debería resumirse en "me gustas", "te quiero",
"te amo”.
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