Por: Miguel Alejandro Rivera
—Mira, ahorita la
joven va a llenar la hojita con la declaración, yo le voy a decir que ponga que
venía en el carro y unos niños se le atravesaron en una bicicleta, no pudo
frenar y mejor se estampó contra la casa; así ya le explicamos al seguro y tan
tan, ya el borrachito se la cura al rato y pues… que vaya preparando el
deducible jajajajaja (nadie se rió más que el oficial).
Era
un domingo a medio día, calor incesante, colonia popular de Nezahualcóyotl, Estado de México. La clásica pasividad del día
de descanso de la sociedad mexicana se vio perturbada por un sonido seco en el
ambiente.
¡Plak!, un
hoyo en la pared.
Cuatro
tipos en claro estado etílico forcejeaban contra sí mismos para salir de un
automóvil Volkswagen Vento 2017. Las
bolsas de aire impedían el descenso de los
pasajeros al frente. El primero en bajar del auto color arena fue uno de los
sujetos que venía atrás: cojeando, apenas entendía lo que había pasado. El
último fue el conductor: flaco, camiseta verde de tirantes, tatuaje de colores
en el hombro derecho, trompa parada, rostro esquelético, mirada perdida.
“Pérdida total”, se
escucha que por ahí dice un vecino; otro de los pasajeros batalla con su
humanidad, camisa azul desfajada, zapato café, rostro hinchado, no por el golpe
sino por el alcohol; se puede deducir que han pasado bebiendo toda la noche.
No
ha transcurrido más de minuto y medio; el sonido del golpe seco congrega a los
inquietos vecinos que intentan descifrar cómo en una calle recta un automóvil
fue a estamparse de lleno contra una casa.
Un
sujeto, del cúmulo de mirones que comenzarán a congregarse, intenta llamar al 060, número de emergencia tatuado en el capital cultural de la
mayoría de los mexicanos… la única respuesta que obtiene después de cinco
timbrazos “tuuu, tuuu, tuuu, tuuu, tuuu”,
es una voz femenina que de manera mecánica le repite una y otra vez: “Estás llamando a la línea de emergencia de
la Ciudad de México, tenga presentes los datos de su ubicación, en un momento,
te atenderemos… Estás llamando a la línea de emergencia de la Ciudad de México,
tenga presentes los datos de su ubicación, en un momento, te atenderemos”.
Igual parece que no hay necesidad de una ambulancia, el sujeto desiste de su
intento por contactar a las autoridades.
Un
hombre se acerca al lugar del incidente: “Sabes
qué, bajen el carro de la banqueta porque si viene la patrulla ahorita se los
va a querer chingar”. Los sujetos del auto, aún confundidos, regresan de
golpe a la realidad y de manera hasta inocente, intentan cargar el auto que
tiene chata, deformada y chorreante la parte delantera.
A
veces la respuesta más simple es la correcta. Alguno de ellos atina en subir al
auto y dejarse llevar por la lógica; gira la llave… al segundo intento, para la
sorpresa de la audiencia: “ruuuuuun”,
el auto prende aunque sea para bajarlo de la banqueta.
Los
sujetos preparan su partida; ahora ya con el auto poquito separado del lugar
donde se han estrellado, se aprecia un dramático y chusco hoyo en la pared: es
una escena que cumple con las características de una tragicomedia,
patéticamente atractiva.
La
huída de los sujetos es interferida por la primer patrulla que se acerca (de
otras nueve que terminaron llegando). De ella, bajan dos policías, inspeccionan
la zona, buscan a los culpables, les es difícil entender cómo es que el
vecindario se enfrenta a ese problema.
El
auto se queda ahí, destrozado, depresivo, con las pequeñas luces intermitentes
de los retrovisores laterales parpadeando una y otra vez: escurre todo tipo de
líquidos, los oficiales lo miran, voltean hacia todos lados, de inmediato
localizan a los responsables, que se hacen de delito al intentar huir
lentamente: “¡Hey, flaco, ven flaco!”.
La
patrulla echa en reversa y alcanza a dos de los sujetos, quienes ahora sabemos
que son Hugo y Pepe, dos vecinos que no viven a más de una cuadra del lugar al
que fueron a estrellarse.
Los
policías hacen que vuelvan, ya también se acercan sus familiares: una güera
vestida de pantalón y camisa de mezclilla, una mujer de pants negro, algunas
cuantas señoras, y la madre del dueño del auto, mujer de cabellos canos, cubierta
por un chal color turquesa… una mujer mexicana jamás dejará de cargar la cruz
de ser madre.
Los
oficiales son categóricos con una actitud que sorprende: —Si se arreglan entre particulares nosotros nos vamos. Es raro que
en México la policía no quiera tener injerencia en un asunto de esta
naturaleza, sobre todo porque con la suma de los factores: un auto chocado, un
conductor en estado etílico y un hoyo en una pared, el resultado de la ecuación
apesta a dinero.
El
problema para policías, conductor, pasajeros y familiares, es que el auto se ha
estrellado en una casa con departamentos independientes cuyo dueño no se
encuentra, por lo que los inquilinos no pueden tomar ninguna decisión
categórica: —Ya le hablé al dueño—
dice una de las inquilinas, —que llega
como en media hora.
Hugo,
el terrible conductor de auto, parece haber llegado a un acuerdo con una de las
arrendatarias, pero ante la ausencia del dueño no hay nada determinante. Ante
la incertidumbre, y la creciente muchedumbre de vecinos que parecen estar del
lado de los sujetos que se estamparon en el muro, los policías piden refuerzos.
Comienza
vals de patrullas, sirenas, torretas y policías sobre el asfalto caliente de la
tarde. Un problema que parecía calmarse retoma su incandescencia cuando uno de
los oficiales (cabello cano, panza prominente, moreno, con los lentes
acomodados sobre la cabeza), llega a la escena, altivo, buscando culpables: —A nosotros nos pidieron el apoyo para calmar
una riña por un desacuerdo entre particulares.
Se
pierde la civilidad con la que se había desarrollado el conflicto; todos
quieren opinar, las voces chillonas de las señoras prepondera: —Es que vea, ese viene en estado
inconveniente, sin opacar, claro, a los hombres altaneros de barrio bajo
cuyo reflejo natural es contraponerse a la autoridad: —Tú no te lo puedes llevar, ya nos estábamos poniendo de acuerdo con la
señora.
—Claro que me lo puedo llevar, tú no me vas a
decir cómo hacer mi trabajo, revira el oficial.
Un
incómodo jaloneo físico verbal se desarrolla, según el policía de cabello cano,
quien ha tomado el mando de la situación por parte de los oficiales, no quieren
perjudicar al conductor porque “yo a ti
ni te conozco hijo, pero mientras no llegue el dueño de la casa no podemos
hacer nada”.
Por
otro lado, está Pepe, cuya madre es la dueña del auto que yace inanimado casi a
la mitad de la calle. Se recarga en una pared, bebe un Gatorade de naranja y es regañado por la mujer que viste toda de
mezclilla:
— Ya cálmate Pepe, te lo estoy pidiendo por
favor, todavía de que andan así te le pones al pedo a los policías. Pepe,
con la mirada perdida responde: — A mí lo
que me duele es el coche. — Si te
doliera no harías estas pendejadas.
Como
a cinco metros, Hugo, recargado en otra parte del muro en el que acaba de echar
a perder su domingo le confiesa a uno de
los vecinos: — Es que yo venía bien, pero
por pinches ojetes, este güey (Pepe), me movió el volante por echarle el carro a
unos chavitos de una bicicleta para espantarlos y pues nos estampamos (esos
niños regresarían mientras se arreglaba el problema: sus caritas de susto daban
aún más validez a la versión del conductor).
— ¿Y a dónde iban?
—Por más chelas pa'
seguirla
—Nosotros tenemos cierto tiempo para actuar,
si no llega el dueño de la casa vamos a tener que llevar al flaquito con un
juez, dice el oficial de cabellos canos, causando en la multitud la
molestia generalizada: el noventa por ciento de los vecinos están a favor de
los pasajeros ebrios del auto.
“¡Nooo, no se lo van a llevar!”, “¡No te
lo puedes llevar hijo, al chile!”, “¡Es parte de tu trabajo público, te tienes
que esperar a que llegue el dueño¡”, gritan varios personajes,
hombres y mujeres, familiares, vecinos y mirones.
—Es que da lo mismo, intenta explicar el
policía, lo vamos a subir a una
patrullita y que se esté aquí un rato, si no llega el dueño, nos lo
vamos a llevar, ya si con el juez el dueño de la casa dice “quiero llegar a un
acuerdo”, pues ya se lo traen y no pasa nada.
El
método oficial no convence a la multitud, que al parecer es la que manda en
este problema; varios de los policías comienzan a desesperarse ante la pérdida
de su autoridad, las señoras indican a los vecinos altaneros que se vayan, que
están empeorando el asunto, el calor pesa demasiado a mitad de la calle.
El
policía resuelve: — Sabes qué flaquito,
dirigiéndose a Hugo, no te queremos perjudicar, ya me dijeron que el carro está
asegurado, pero cuando los del seguro lleguen y te vean que vienes pedo, no van
a querer pagar nada. Lo que vamos a hacer, si la otra parte (el dueño de la
casa, que aún no llega), está de acuerdo,
es un cambio de conductor. Consíganse a alguien que tenga licencia y decimos
que venía manejando.
La
elegida es una persona a la que se le identifica como “la hermana de Mónica”. Así, por dedazo, muy a la mexicana, es una
mujer quien debe afrontar la imprudencia de cuatro sujetos que, bajo los
efectos del alcohol, querían darle un susto a unos niños y terminaron
perforando un muro a la altura de un departamento que por fortuna es utilizado
como almacén.
—Mira, ahorita la
dama va a llenar la hojita con la declaración, yo le voy a decir que ponga que
venía en el carro y unos niños se le atravesaron en una bicicleta, no pudo
frenar y mejor se estampó contra la casa; así ya le explicamos al seguro y “tan
tan”, ya el borrachito se la cura al rato y pues… que vaya preparando el
deducible jajajajaja (nadie se rió más que el oficial).
“La hermana de Mónica”, y
Hugo por fin se suben a “la patrullita”,
ahí es donde esperaran al dueño de la casa,
que según informes de un inquilino, llegó horas después y accedió a
arreglar el asunto “entre particulares”;
él venía más espantado porque pensó que el conflicto lo protagonizaban sus
hermanos, quienes desde hace años le quieren quitar el edificio; quizás el
simple hoyo en la pared le fue un alivio.